martes, 26 de abril de 2011

Alicia, Alicia, Alicia...

Sentía que su cabeza iba a reventar en cualquier minuto, obviamente la pérdida de sangre la había afectado, pero había algo más que eso... si... esa sensación de desamparo, de abandono, había desaparecido, dejando sólo un difuso recuerdo.
Bert la observaba satisfecho, como si estuviera orgulloso de sí mismo, o al menos eso fue lo que Alicia creyó, y fue lo último que pudo ver con claridad, pues un hambre devoradora la invadió, como nunca antes había sentido. Sentía desde su garganta hasta su estómago quemar como ácido, y dolía. Era como si un taladro titánico perforara su cuerpo desde dentro hacia afuera, y tan segura como estaba de esa hambre, estaba también segura de qué la calmaría: sangre.

Perdió la conciencia por un momento, y al volver en sí no pudo explicarse cómo esos restos de piel habían llegado a sus dientes. Observó a su alrededor y se dio cuenta de que nadie más que ella podría haber causado semejante desastre: Las paredes y el piso de la habitación estaban salvajemente salpicadas con un misterioso, pero fragante, líquido rojo. Había tripas y restos de huesos aún con músculo repartidos por las esquinas, partes, de lo que ella pensó, eran más de dos personas. Y luego observó sus manos, ensangrentadas como todo lo demás, y vio que sostenían un curioso bulto rojo, no más grande que un puño, el cual parecía tener varias cavidades para contener algo, pero estaba seco, vacío y empalidecido. Buscó con desesperación alrededor de la habitación en la que se encontraba, pero no encontró señales de Bert por ningún lado.

Por el rabillo del ojo pudo divisar el antiguo espejo que sus padres tenían colgado en uno de los pasillos. Se dio la vuelta y caminó hacia él, pudiendo ahora observarse a si misma. De su cabello chorreaba aún un resto de sangre, de quien fuese que hubiera destrozado, y su vestido, antes de un bello color celeste, estaba ahora manchado como si se hubiese revolcado entre las tripas de la mismísima víctima de su sed.
Se acercó lo suficiente al espejo como para poder observarse con más detalle. Un trémulo rayo de luna iluminó sus vidriosos ojos y fue en ese momento cuando lo comprendió. La niña que la observaba desde el espejo la ayudó a comprender, con su mirada traviesa, que debía saltar por el precipicio, golpearse contra el piso y desarmarse. Y tal cual fue como sucedió.

Una vez más emprendió el viaje a través del borde del abismo, ya no podía volver atrás, a la seguridad que le daba el terreno firme, y esto la asustaba de forma inimaginable. Y cerrando sus brazos en torno a ella misma, con las uñas clavadas en la carne y los dientes castañeteando, cayó irremediablemente al vacío.

El golpe contra la escarpada superficie de roca fue más duro de lo que pudo imaginar, lo suficiente como para desmembrarla al instante. Desde lejos pudo observar su cuerpo destrozado, su cabeza rodaba anárquicamente por el piso, mientras sus extremidades escapaban como podían hacia la libertad, sí, eran felices de ser libres, de no estar nunca más unidas a ese torso, que nada hacía y tenía el descaro de comandarlas a su antojo. Las piernas corrían hacia un lado y los brazos reptaban hacia otro.
De pronto todo se volvió sólido otra vez, y apareció frente a ella la otra niña, que la observaba ahora con una mirada agresivamente demencial, y para asombro de Alicia, la pequeña salió del otro lado del espejo, haciéndolo mil trizas y caminó hacia ella. Era tan real, que en ningún momento dudó de lo que sucedía ante sus ojos. Los objetos se alargaban y achataban a medida que esta pequeña, lentamente se acercaba a ella. La cogió de la mano y volaron a una velocidad vertiginosa sobre la ciudad, y hasta un lejano páramo cubierto de flores. Ahí bailaron y jugaron por toda la eternidad, que le pareció tan sólo un segundo, y tras este instante, volvió a encontrarse frente al espejo de sus padres, en el oscuro pasillo donde sólo un haz de luz de luna iluminaba su rostro. Sus manos sangraban, tenía trozos de vidrio enterrados profundamente en la carne, pero no le importaba, pues era la ferviente evidencia de que se había desarmado.

Sin que Alicia lo notara, dos manos surgieron tras ella y la tomaron por los hombros. Era Bert, y ya no se sentía tan helado como solía ser. Recibió un abrazo y juntos, abandonaron la antigua casona para recorrer los laberintos de la noche por la eternidad.